Mistura monsefuana en la feria Sabe a Perú



Desde la matriz moche, pasando por la influencia española a partir de la conquista y la llegada de los esclavos negros, hasta la presencia de chinos en las haciendas azucareras y la construcción del ferrocarril del norte (desde 1870 aproximadamente), la cocina lambayecana en general, y la chiclayana en particular, se precia de acoger casi todos los sabores que detallan la mixtura de nuestra gastronomía nacional.
Los herederos de Occhocalo (cocinero del dios Naylamp) han sabido preservar y adaptar esta herencia de origen milenario, que se remonta a los albores de la cultura paijanense, donde cazadores-recolectores buscaban la sombra del algarrobo, y que tomó sabor con el aporte de cupisniques, acostumbrados a secar rayas y guitarras y sacar provecho de calabazas como el loche milenario, hasta que en tiempos de los moches productos del mar y de la tierra se concentraron en una generosa mesa.
La riqueza de la gastronomía norteña se concentra en Chiclayo y empieza a tomar sazón en Monsefú y Eten. Allí, a orillas del río Reque, cocineras como Aurora Sánchez (picantería El Tiburón) y Sara Salazar de Guzmán (Los Delfines) o las conocidas Mequito (María Victoria y María Esperanza Liza Zarpán) se encargan de preservar la sazón moche representada en platos como la panquita de life, una especie de humita donde se suda el espinoso pescadito de agua dulce que los antiguos moches asociaban a la llegada del agua; y el espesado de los lunes, plato que en tiempos prehispánicos era llamado yémeque y estaba hecho a base de choclo y caballa (hoy reemplazado por carne); además del trabajoso pepián hecho con maíz, garbanzo y maní tostados, molidos y cocidos en caldo de pato criollo, pavo o gallina.
Son mujeres que aprendieron viendo, ahumadas junto al fuego del algarrobo, sazonando la experiencia de tías y madres que las antecedieron en el fogón. (Por Karen Zárate)